lunes, 26 de marzo de 2012

El perdón

Entre las páginas del libro de nuestra vida se encuentran sucesos negativos que no podemos olvidar por más que lo hemos intentado cientos de veces. Todos podemos relatar anécdotas de nuestras relaciones con otra gente que en determinado momento nos lastimaron, y que por causas inexplicables nos ha sido imposible borrarlas de la mente. En alguna parte del cerebro se localizan dichos rencores por una palabra mal dicha, por un desprecio de algún familiar, o por una herencia supuestamente mal distribuida. En la práctica, son muchas las causas que nos producen un sentimiento de rencor que puede ir creciendo hasta llegar a límites insospechados. En ciertos casos, el problema no se debe a la mala distribución del dinero o de las propiedades que los autores de la herencia hicieron a favor de los herederos, sino al hecho de que los padres, cuando vivían, no entregaron el mismo amor a todos los hijos. Uno de ellos fue su consentido, al que abiertamente le demostraron varias veces que lo querían por encima de los demás. Un sentimiento de tristeza muy grande ahoga a los despreciados, haciéndolos llorar cada vez que recuerdan el suceso, y desgraciadamente nada pueden hacer, porque sus progenitores ya no se encuentran en este mundo.
El alma de todo ser humano es campo propicio para que se desarrolle el virus del rencor. Mientras más tiempo vivamos, es muy probable que seamos lastimados por alguien a quien consideramos nuestro amigo. Si verdaderamente tenemos aprecio por esa persona, deberíamos estar dispuestos a perdonarlo las veces que sea necesario. Y ¿qué podemos decir si se trata de un familiar? Sobre los familiares descargamos con mayor razón nuestra ira, porque pensamos que ellos -al ser de nuestra misma sangre- por ningún motivo deberían de ofendernos. ¡A veces esperamos mucho de ellos y sentimos que nos dan tan poco! A esta actitud de soberbia nuestra, únicamente se le puede contraponer una dosis mayor de capacidad para aceptar los hechos como son, y perdonar. Muchas veces las cosas insignificantes las hacemos grandes y con ello encendemos un fuego difícil de apagar que se hereda de generación en generación. Tal vez deberíamos ser nosotros los que iniciáramos el proceso para unir a toda la familia, aunque siempre esperamos que sean otros los que den el primer paso.
Algunas personas que no tienen bienes materiales suficientes, que poseen poca inteligencia, que carecen de buena salud, y que sufren por no tener belleza física, culpan a sus padres del destino que han heredado, y conservan en su corazón un resentimiento muy grande contra ellos, a pesar de que sus progenitores no tienen la culpa de lo que les ha sucedido. Se olvidan que existe una belleza espiritual que es mejor que la física, que las riquezas materiales van y vienen, que la inteligencia se cultiva por uno mismo, y que la pérdida de la salud es un medio para comprender mejor a los que sufren.
Los errores de la gente nos lastiman también. Un médico puede llegar a cometer una equivocación muy grande en su diagnóstico, en las medicinas que receta, en la intervención quirúrgica que realiza. Es muy difícil perdonar en estos casos, sobre todo cuando se trata de un ser querido al que se le ha dañado, y más aún cuando se le privó de la vida por un error imperdonable. Lo mismo sucede por la decisión de un juez que se ha equivocado en su sentencia o por la declaración de un testigo falso que fue comprado por unas cuantas monedas, y con ello enviaron a la cárcel a un inocente.
En los Estados Unidos se presentó el caso de una hermosa actriz que por poco muere atropellada por un conductor alcoholizado. El accidente la dejó paralítica para el resto de la vida, pero a pesar de ello, conservó la belleza de su rostro. Su esposo permaneció a su lado sólo hasta que se recuperó del accidente, y posteriormente la abandonó. Cuando se le preguntó si lo perdonaba, ella contestó que sí, porque lo amaba y deseaba lo mejor para él. Con el tiempo, los amigos de la joven mujer constataron que su perdón había sido generoso, genuino y sincero.
La infidelidad que comete un marido contra su mujer es difícil de perdonar, sin embargo el dolor y el enojo de la esposa son puestos en la balanza para no perjudicar a los hijos a quienes un divorcio afectaría enormemente. Lo que es casi imposible de perdonar en la práctica –aunque igualmente grave que el caso anterior, es el engaño de la esposa cuando comete adulterio. A pesar de todo, en la historia de la humanidad se han dado casos en los cuales el hombre perdona a pesar de saberse engañado porque siente un gran amor por su mujer, porque la necesita a su lado o porque no puede vivir sin ella.
Durante la Segunda Guerra Mundial, un soldado que pertenecía al ejército de los Aliados, fue cobardemente asesinado de un balazo en la cabeza por un militar alemán. La madre del soldado muerto, dedicó varios años a investiga r quién había sido el asesino de su hijo. Durante todo ese tiempo, ella acumuló un odio muy grande en su corazón en contra de la persona que privó de la existencia al único ser que había salido de sus entrañas y al que tanto amó en la vida. Después de mucho indagar y esperar, dieron fruto sus pesquisas y pudo localizarlo. La anciana mujer lo encontró abandonado y terriblemente sólo en un barrio de mala muerte en Berlín Oriental, estaba muy enfermo, casi muriéndose. Cuando lo miró en esas deplorables condiciones, recordó a su hijo, lloró en silencio, se aproximó al moribundo, sintió compasión por él, lo perdonó, arrojó a la basura todo el odio que tenía en su contra y tiró a un canal lleno de agua la pistola que había preparado para darle muerte. Le habló al oído sin confesarle quién era, lo cuidó, lo atendió, curó sus dolores, sanó sus enfermedades, y posteriormente lo adoptó para que se convirtiera en su hijo. Casos similares a este, sólo pueden ser superados por el perdón de Jesucristo a toda la humanidad ingrata que sigue pecando a pesar de que el Señor entregó su vida por nosotros en el madero de la cruz.
Cuando perdonamos sinceramente -“no de la boca para afuera” - a las personas que nos han ofendido, nuestro espíritu se eleva, dejamos atrás una carga muy pesada que nos agobia, y sentimos algo parecido a los momentos felices que aparenta tener la tierra cuando recibe el agua de lluvia después de un largo tiempo de espera.
Hace muchos años, mi padre me contó la interesante historia de un hombre que vivió en una ciudad del Medio Oriente y que odiaba a otra persona que tiempo atrás había sido su mejor amigo. Todo el día estaba pensando cómo le podía hacer para perjudicarlo. Algunas veces lo conseguía hablando mal de su persona, pero con eso no estaba satisfecho, quería destruirlo y no sabía cómo. El rey se enteró del odio y mezquindad de ese individuo y lo hizo llamar de inmediato a palacio. Le dijo: “Estoy dispuesto a darte todo lo que me pidas, cualquier cosa por más valiosa que esta sea, pero ten en cuenta que a tu mayor enemigo habré de darle lo doble de lo que me pidas.” Durante varias semanas estuvo pensando y pensando qué le solicitaría al rey (de ninguna manera estaría de acuerdo en que a su enemigo, el rey le diera el doble de la riqueza que a él le entregara). Si pedía una bolsa con brillantes, no toleraría -ni siquiera quería imaginarse- que a su mayor enemigo le dieran dos. Si pedía un castillo, no resistiría que a su adversario, el rey le regalara dos. Un día, el hombre perverso y rencoroso, llegó hasta los salones principales del palacio y solicitó una audiencia para hablar con el rey. Cuando se la concedieron, le dijo que ya tenía resuelta su petición. ¿Cuál es, preguntó el soberano? “Quiero que me saques un ojo, para que a mi enemigo le saques los dos”.
Muchas personas tienen un resentimiento muy fuerte contra Dios cuando han perdido a un ser querido. En la práctica observamos que esto es muy difícil de superar porque es una experiencia sumamente dolorosa. Conservan en su corazón ese sentimiento, porque el dolor que recibieron es muy grande y jamás esperaron del Dador de la Vida ese revés. La verdad es que el Señor nos da la vida y El tiene todo el derecho para arrebatárnosla cuando así lo considere necesario. Pero, ¡qué difícil es entender esto cuando se trata de un hijo! Todos necesitamos del perdón de Dios porque somos pecadores y de alguna manera lo hemos ofendido, pero antes de solicitarlo, debemos perdonar a todos aquellos que de alguna manera nos han dañado y contra los cuales tenemos un sentimiento de rencor. El poder perdonar es un regalo de Dios, como también lo es el ser perdonado.

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