martes, 9 de octubre de 2012

Trabajo en equipo y motivación para el bioliderazgo


Las organizaciones generalmentecontratan a las personas con el propósito de que desempeñen determinadas tareas, para lo cual requieren de ellas ciertas competencias específicas. Pocas se preocupan de conocer a fondo su verdadero potencial —más allá de su miopía cortoplacista— y de hacer un seguimiento sistemático de su desarrollo personal y profesional. He conocido casos sorprendentes de empresas cuyo personal de depósito o taller incluía personas que dominaban tres o cuatro idiomas, sin que ninguno de los responsables se hubiera preocupado por averiguarlo.
Semejante desperdicio tiene varias consecuencias. Por una parte, se pierde la oportunidad de ofrecer promociones internas y las nuevas posiciones terminan llenándose desde afuera de la empresa, con un costo sustancialmente superior, aún cuando muchas veces esto podría hacerse en su interior y con notables señales de compromiso con el crecimiento de los integrantes del equipo. Por otra parte, personas que tendrían muchísimo más para aportar a la organización pierden el interés por lo que hacen y comienzan —ahora ellas— a mirar hacia afuera en busca de nuevas oportunidades laborales. Y lo más nocivo: se les mantiene realizando tareas que no necesariamente utilizan sus mejores capacidades y que, por lo tanto, casi siempre son ejecutadas de manera subóptima.
La responsabilidad de conducir un equipo incluye la de conocer a fondo el perfil de competencias de cada uno de sus miembros. Es necesario darles las mayores oportunidades posibles de realización personal, destacando y utilizando sus fortalezas en tareas que contribuyan a agregar valor a los procesos y manteniendo siempre un enfoque preciso sobre las necesidades y expectativas de los clientes internos y externos.
¿El resultado? Equipos motivados gracias a un reconocimiento que va más allá de los meros discursos, que no es frecuente en las organizaciones y que, por tal motivo, es particularmente valorado por quienes en ella trabajan. La experiencia demuestra que esta especie de remuneración intangible es más eficaz para retener el talento que un aumento de sueldo —y también mucho más beneficiosa para la organización—.
Empujar o conducir
En lugar de eso, hacemos con nuestros equipos algo que no haríamos con nuestro automóvil, porque sería bastante estúpido. Jamás se nos ocurriría empujar el vehículo todo el tiempo, en lugar de sentarnos al volante y asumir el rol que nos compete como conductores: operar los comandos para indicarle hacia dónde ir, por qué camino y a qué velocidad. La fuerza del impulso surge desde el corazón del auto; es él quien responde a la consigna, porque está cumpliendo su misión específica de la manera en que mejor sabe hacerlo.
Es cierto: no piensa. Y aun así, lo respetamos. No llenaríamos su tanque de combustible con agua, que “cuesta más barato”, ni le pediríamos un esfuerzo excesivo, porque sabemos que podríamos destruirlo.
Traslademos estas reflexiones al ámbito de nuestros equipos de trabajo. Notará que las tácticas de dirección de personas que solemos aplicar equivalen a renunciar a nuestra función de conductores responsables y ponen en riesgo la integridad del colectivo que tenemos la misión de liderar. Ignoramos el poder interno de los equipos e intentamos sustituirlo a puros empujones, con escasa visión de las consecuencias, porque es lo único que hemos aprendido a hacer. Controles y supervisores parecen tener el exclusivo propósito de someter a las personas a presiones insoportables, hasta que enferman o renuncian. ¿Es simplemente porque no sabemos cómo funcionan?
Inteligencia vs. fuerza bruta
Mi padre fue instructor de dactilografía allá por la década de 1950 y publicó un manual que fue muy utilizado en instituciones de formación administrativa en aquella época. Escribía muy rápido a máquina, pero no se notaba. A tal punto era imperceptible lo rápido que lo hacía, que un compañero de trabajo —cultor del antiguo método de los “dos dedos” cuyos frenéticos movimientos lo hacían parecer muy pero muy veloz— lo desafió a probar quién lograba escribir más palabras por minuto. Mi viejo ganó por destrozo.
Muchos años más tarde fui descubriendo las enseñanzas que podían obtenerse de esta anécdota. Son, precisamente, las que subyacen a algunos de los más sencillos y potentes principios de mejora de procesos que utilizamos hoy día en las organizaciones:
1. prepararse adecuadamente
2. situar a cada integrante del equipo en el lugar adecuado
3. hacer las cosas en la secuencia correcta
4. evitar las tareas innecesarias
5. automatizar todo lo automatizable
Es sorprendente que estas reglas tan aparentemente elementales sean capaces de multiplicar varias veces la productividad en cualquier colectivo de trabajo. Y, por supuesto, con mucho menos esfuerzo. Pero antes es necesario conocer perfectamente qué competencias puede aportar al proyecto común cada uno de los integrantes de nuestro equipo y ser capaces de acordar con ellos una organización de las tareas que les permita desarrollar esas competencias con toda la fuerza de su increíble motor interno:la motivación.
De lo que se trata, entonces, es de comprender los mecanismos que activan nuestros recursos neurofisiológicos para utilizar, en cada momento, los que resulten más eficientes. 

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