lunes, 17 de octubre de 2011

¿Alguien me puede decir mi nombre?


En cierta ocasión en que tuve que retornar a mi campus universitario, pues requería de una copia de mi récord académico, cuando dije mi nombre en la oficina de registro, el tipo, al otro lado de la ventana, me observó con cierto fastidio.
—Si me puede dar su número de carné de estudiante, sería estupendo— me dijo parsimoniosamente.
En la última contienda política, cuando estaba solicitando la documentación respectiva para proceder a emitir el sufragio, lo primero que me pidieron fue mi número de cédula de identidad, junto con el documento claro está, para ubicarme más fácilmente en el padrón electoral. Mi nombre era secundario.
Al ingresar en el cajero automático y colocar mi tarjeta de débito o de crédito en la ranura correspondiente, ¿adivinen qué es lo primero que me pide? ¿Mi nombre...? ¡No! Ese amigo no se anda con pendejadas. ¡Mi número de clave de acceso, por supuesto!
Supongamos que requiero realizar algún tipo de trámite en alguna empresa o institución pública. Voy a un ente asegurador... ¿su número de póliza, por favor? Me apersono a un edificio bancario, ¿cuál es su número de operación? Requiero ir a la clínica del seguro social, ¿su número de carné de asegurado? Voy a pagar un recibo, ¿su número de teléfono...?, ¿su número de abonado?
¡Números, números y más números! ¿A alguien le interesa conocer mi nombre?
Si existe algo que un ser humano valora es que alguien lo llame por su nombre. No hay nada más estimulante para los oídos de cualquiera que escuchar que una persona pronuncie esa hermosa palabra.
Yo supongo que el hecho de que mis padres se quemaran los sesos inventando qué nombre ponerme era porque querían que su hijo tuviera una identificación única, ajustada a un carácter y una forma de ser que lo harían especial. No creo que haya cruzado por su mente, por ejemplo, ponerme el nombre de aquellos dos legendarios robots que aparecían en la película La guerra de las galaxias: C3PO ó R2 D2 (quien al final, seguro cansado de un código alfanumérico sin sentido, prefería que la gente lo llamara “Arturito”).
No me gusta que me asocien con números. Pero desgraciadamente, sé que en un mundo moderno, un mundo con tantos avances tecnológicos como el de ahora, está situación es inevitable.
No obstante, prefiero encontrarme con la gente y que ellos se dirijan a mí por mi nombre. Que digan por ejemplo: “ese tipo Eladio, es un buen chico”, o en el peor de los casos, “que ser más odioso es ese Eladio”, me tiene sin cuidado. Para bien o para mal, por lo menos debo de reconocerles a mis interlocutores que se tomaron la molestia de recordar mi nombre.
¿Quieres conservar a tus amistades por años? Saca el tiempo y dedícate a memorizar sus nombres y cuando te dirijas a ellos, no los llames de otra manera. Ellos valoraran tu esfuerzo y sabrán que en ti encuentran a un verdadero amigo.
Ojalá y lo sucedido a los prisioneros judíos que eran exterminados en los campos de concentración nazis, durante la Segunda Guerra Mundial, no sea una triste premonición de nuestro futuro. En palabras de Viktor Frankl, psiquiatra y escritor sobreviviente del holocausto judío, expresadas en su obra El hombre en busca de sentido: "La lista (de prisioneros) era lo único importante. Los hombres solo contaban por su número de prisionero. Es más, se convertían en un "número": estar vivo o muerto carecía de importancia, porque la vida de un "número" resulta completamente irrelevante. Y todavía importaba menos lo que se escondía detrás de la existencia de aquel número: su destino, su historia, su mismo nombre...". Esperemos que esta historia no se repita.

No hay comentarios:

Publicar un comentario