viernes, 18 de febrero de 2011

Salir a sorprenderse


Leonardo da Vinci gustaba pasar días enteros en los jardines y bosques vecinos, observando la renaciente vida de las plantas. A veces, dibujaba una flor o un árbol, esforzándose por aprehender -como en un retrato- el parecido vivo, ese carácter único de una creación que jamás se repite en otra.


Explicaba a sus amigos y aprendices la forma de reconocer la edad de un árbol contando el número de capas de su tronco y cómo cada una de esas capas determina el grado de humedad de la época correspondiente... y en que dirección crecen las ramas... y cómo las capas que dan al norte son más espesas y las que dan al sur más jugosas.


Describía la fuerza reparadora de la vida con un ejemplo práctico: si se corta una rama o se arranca la corteza, se hace fluir más savia hacia el sitio dañado que hacia cualquier otro sitio, de manera que la corteza se hace más áspera en la llaga curada.


Leonardo hablaba y definía los delicados detalles de la naturaleza con impasible precisión, como si se tratase de algo mecánico: "el ángulo de la rama y el tronco es tanto más agudo cuanto la rama es más joven y delgada". Aplicaba leyes matemáticas al análisis de la disposición de las ramas y líneas de la corteza. Sin embargo, bajo la impasible y aparente frialdad de sus explicaciones, sus seguidores adivinaban su inmenso amor por todo lo que vive; por la nueva hoja fresca (que la naturaleza protege, impidiéndole estar bajo una hoja más grande, para que reciba la luz y para que nada retenga la gota de agua que escurre hacia ella)...


A veces, en las profundidades del bosque, se paraba a contemplar largo rato, sonriendo, cómo un tallito verde iba abriéndose paso a través de las hojas secas, o como una abeja, todavía débil por el sueño de invierno, se deslizaba trabajosamente por una flor todavía cerrada.


Todo era vida para él. El universo y el hombre, que venía a ser un pequeño universo. En una gota de agua veía la imagen de la esfera líquida que rodea la tierra. Estudiaba las cascadas y los remolinos y los solía comparar a la ondulación de los bucles de una mujer. Leonardo se sentía atraído por esas analogías misteriosas, por esas correspondencias entre los fenómenos de la naturaleza que hacían pensar en la eternidad, y en un instante, todo a la vez.


Por momentos, le parecía aproximarse a una grande y nueva región de la ciencia que acaso no fuese revelada sino en siglos futuros. A propósito de esto, escribe en su diario "no comprendo cómo la razón humana podrá explicar este fenómeno. El mundo está lleno de posibilidades que todavía no han sido realizadas".


El artista y genio no dejaba de sorprender a sus amigos, día tras día. Una mañana mientras caminaban, un Fray amigo reprochó al Maestro no redactar e imprimir sus pensamientos. El mismo fraile se ofreció a buscarle el mejor editor, pero Leonardo se negaba obstinadamente.


Mientras vivió, Da Vinci no quiso que se publicara nada suyo, a pesar de que escribía sus notas como si las dedicara a posibles lectores. Al final de uno de sus diarios puede leerse "no me lo censures, lector, porque los temas son innumerables y mi memoria no podría ordenarlos. Mis palabras, como la creación, se presentan de una manera caprichosa y discontinua".


Una vez, queriendo representar la evolución del espíritu humano, dibujó una hilera de cubos. El primero, al caer, tiraba al segundo, el segundo tiraba al tercero y así sucesivamente. Debajo escribió "uno arrastra al otro". Leonardo quería simbolizar con ello las generaciones y los conocimientos humanos. Tenía fe en que llegaría un tiempo en que los hombres comprenderían sus argumentos... 

"Leonardo era como un hombre que se despierta temprano,cuando todavía no ha amanecido y todo el mundo duerme. Escribía para el porvenir, para algún remoto espíritu gemelo.Labraba el surco en la tierra donde habría de fructificar la semilla"
- Dimitri Merezhkovski - biógrafo

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