viernes, 11 de febrero de 2011

Ser un padre amigo, ¿tarea difícil?

Al celebrar mi cumpleaños número cincuenta y nueve, las manifestaciones de afecto y los buenos deseos de familiares, amigos y de las personas con quienes comparto diariamente, me llenaron de alegría y reforzaron en mí la convicción que todos esos años, o por lo menos una buena parte de ellos, los he vivido de manera productiva y exitosa.
De entre los varios saludos, el enviado por uno de mis hijos, un profesional de treinta y un años y desde hace cinco, padre de familia, me conmovió profundamente, y cómo no había de hacerlo si se expresaba en los términos que reproduzco de manera parcial: “Papá, para felicitarte por tu nuevo cumpleaños pensé enviarte una tarjeta mas ninguna de ellas reflejaba lo que en verdad quiero decirte; pensé también que los minutos de una llamada telefónica me impedirían expresar con calma todas mis emociones, así que decidí escribirte. Te agradezco por todo: por la forma en que me criaste y a veces me malcriaste (aunque de esto no recuerdo mucho), por los consejos que nos diste a mis hermanas y a mí cuando en nuestra niñez y adolescencia compartíamos nuestras dificultades, por el esfuerzo realizado con cada uno de tus hijos para que culminemos los estudios renunciando muchas veces tú y mi madre a los bienes materiales que hubieran deseado adquirir. La educación que nos brindaron será siempre la herencia más grandiosa que nos pudieron legar; gracias por haber ayudado a formar mi carácter. Hoy que tengo mi propio hogar, en los momentos difíciles saco a relucir los valores que supiste transmitirme: honradez, serenidad y fortaleza; gracias por haber sido mi mejor ejemplo y mi mejor amigo”.
El texto de la carta me llevó a recordar que si bien no he logrado acumular grandes bienes materiales ni disfrutar de placeres superlativos de los que pueden costear una abultada billetera, debo dar gracias a Dios, entre múltiples razones, por la familia que tengo; por mi esposa, la mujer que con amor y paciencia ha sabido acompañarme tantos años y con quien espero compartir lo que me reste de vida; por los tres hijos que cual premio mayor me concedió y que han sido, son y serán una de las razones más poderosas para seguir viviendo con alegría y optimismo; por los dos pequeñitos, hijos de mis hijos, cuyas ocurrencias, travesuras y aprendizajes nuevos disfruto día a día inyectándome esperanzas y mayores ganas de vivir.
El texto de la carta me llevó también a cuestionarme si en realidad había desempeñado acertadamente el rol de padre. Las expresiones generosas de mi hijo, a las que se suman las de sus hermanas, me llevan a creer que en la mayoría de ocasiones obré bien, orientado eso sí por las respuestas de un centenar y medio de estudiantes a quienes hace bastantes años pregunté: ¿Qué es lo que más les gusta y disgusta de sus padres?, coincidiendo en su gran mayoría que apreciaban mucho que fueran cariñosos, trabajadores, honrados, sinceros, bromistas, prestos a escuchar, a perdonar, a levantarles el ánimo; por el contrario, algunos señalaron como motivos de disgusto el que tuvieran mal carácter, se desquiten con los hijos, no consideren sus opiniones, no ofrezcan buenos ejemplos, siempre los estén juzgando, sean muy duros en sus castigos y exigentes en exceso.
A pesar de lo anotado, sinceramente pienso que habría podido hacerlo mejor de haberme preparado adecuada y oportunamente para ello. Si aceptamos el hecho que para ser médico, ingeniero o cualquier otro profesional, las personas tienen que dedicar varios años de su vida al estudio de las ciencias que los habilitarán para desempeñar con éxito su respectiva profesión; que muchas horas de práctica , guiados por un maestro en el oficio, permitirán que los aspirantes a carpinteros o albañiles adquieran los conocimientos y destrezas necesarios para convertirse en expertos en dichas ramas, tenemos que aceptar que el “oficio” de padres, uno de los más difíciles y trascendentes, exige una preparación que va más allá de la intuición o de las buenas intenciones.
A veces nos empeñamos en criar a nuestros hijos aplicando las mismas formas que en su tiempo utilizaron nuestros padres y abuelos ( castigos corporales, obediencia ciega, imposición de criterios, etc.) mas aquello que hace décadas pudo en ciertos casos ofrecer resultados en apariencia halagadores, no garantizan logros similares en una realidad con circunstancias totalmente diferentes, con sociedades que en la mayoría de casos viven una etapa donde se ha disminuido al mínimo la regulación de normas éticas. Los padres tenemos que orientar nuestros esfuerzos no solo a la satisfacción de las necesidades básicas de nuestros hijos sino también a propiciar con el ejemplo la interiorización en ellos de valores humanos y trascendentes tales como honestidad, responsabilidad, amor al trabajo, solidaridad, respeto a sí mismo y a sus semejantes, veracidad, deseos de superación y tantos otros que les permitirán elegir y decir no a las malas influencias y, llegado el momento, volar con alas propias.

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