lunes, 21 de noviembre de 2011

El valor de las palabras

La primera vez que lo conocí, fue impactante. Me dirigía caminando rápidamente para mi trabajo por las calles de nuestra capital, sumido en mis pensamientos. Y en aquel habitual panorama, algo cambió... Escuché una voz desconocida que me decía: - ¡Buenos días, joven! ¿cómo amaneció?

Completamente desarmado, giré mi cara para ver a mi interlocutor. Y allí estaba él, sentado en la acera, contiguo a una panadería. Su desarreglado y sucio traje, así como la maraña de enredados cabellos blancos que se sostenían en su cabeza, hacían presumir que se acababa de levantar. No obstante, sonriente y con un brillo especial en los ojos, me estaba saludando aquella mañana.
PR
CAPACITACION
Taller  DE P.N.L.
“VUELA JOVEN HALCON”
(Liderazgo para jóvenes)
LUNES 28 DE NOVIEMBRE DEL 2011
(de 17:00 a 21:00 Hs.)
COSTO: $350.00 P/Participante
INFORMES:
Tel. Cel. (044.444) 130.89.96     Tel.2.54.12.00
¡CUPO LIMITADO A 10 PARTICIPANTE!

Por aquello de las dudas, volví mi cabeza a ambos lados. Sí. Definitivamente me estaba saludando a mí. Pero mi mente aún se negaba a dar crédito a mis sentidos. ¿Estaba en la capital, o todavía estaba en mi Atenas?

De inmediato paso a explicarme, por aquello de no sembrar dudas. En mi pueblo, localizado en una zona rural, es muy común el saludar todas las mañanas a todo aquel que te encuentras en tu camino, sea conocido o no. Y es difícil que alguien no te devuelva el saludo. Es una de las cosas que más valoro de mi tierra. Pero en la gran ciudad, el ambiente es otro. Toda la gente transita en forma acelerada hacia sus trabajos o estudios, con caras largas y sumamente pensativos. Y aquí si es difícil que te saluden, salvo lógicamente, que te encuentres por casualidad con alguien familiar.

Pero sigamos con el relato. Ya repuesto de la impresión inicial y luego de responder al saludo de aquel amable indigente, me contestó alegremente: - ¡Que Dios lo acompañe!

Hago notar que en ningún momento él me pidió dinero, pero no pude evitar el dirigir mi mano a mi bolsillo y entregarle algún billete, el cual recibió con un: -Gracias. ¡Que le vaya bien en su trabajo!

Lentamente, me fui alejando, pero seguí observándolo a la distancia. Su comportamiento fue el mismo con las demás personas. ¿Y la reacción de ellas...? ¡La que ustedes se están imaginando! Puedo asegurar, sin lugar a dudas, que esa mañana este hombre cambió el estado de ánimo de más de uno (a), quien como yo, fue desarmado en plena calle con su jovial saludo.

Parece mentira como unas pocas y simples palabras y gestos pueden lograr influir tanto en las personas. Vivimos en un mundo tan acelerado, tan individualista, tan materialista, que olvidamos constantemente los pequeños detalles que le ponen sabor a la vida propia y ajena.

¿En cuántos momentos de nuestra existencia no hemos anhelado un pequeño gesto que, dado a tiempo, nos hubiera iluminado el día y nos hubiera permitido “recargar las baterías” y hacer más llevadera nuestra carga?
Mi antiguo jefe, Edgar, tenía esa virtud. Cuando en determinadas épocas del año el exceso de trabajo nos asfixiaba, obligándonos a quedarnos más tarde de lo habitual, él llegaba a alentarnos con sus palabras o simplemente se acercaba y nos daba una palmadita en la espalda, sin agregar mayor comentario. ¡Y cuánto agradecíamos esta simple expresión! Y no crean que era porque le sobraba tiempo. No. Él era el primero que se arrollaba las mangas de su camisa en estos periodos de intenso trabajo.

¿Cuándo fue la última vez que elogiaste a una persona? Y lo peor de todo: ¿cuándo fue la última vez que lo hiciste con alguno de los miembros de tu familia? Parece mentira, pero es en nuestro propio hogar donde acostumbramos ser mezquinos con las palabras de elogio. El padre sale bien de madrugada hacia el trabajo, retornando cansado a altas horas de la noche, obteniendo el sustento necesario para mantener a su familia y poder brindarle educación a sus hijos. ¿Alguna vez, como hijo, le ha dicho "Papá, gracias por tu esfuerzo"? La madre, si es que no trabaja fuera del hogar, debe estar lidiando todo el día con las labores domésticas, haciéndose tan “polifuncional”, que al final no sabe uno en realidad en cuántas partes tuvo que dividirse para salir adelante. Y en esa ardua tarea, tan a menudo silenciosa..., ¿quién al menos le ha expresado: "Gracias, mamá, por todo lo que haces por nosotros"? A los hijos se les reprocha en forma constante su mala conducta, pero el día que se portaron bien..., ¿se les dijo alguna palabra de reconocimiento por ello?

Permítanme compartirles algo muy íntimo. Hace ya varios años mi hermana María Vanessa murió de cáncer a los catorce años de edad. Fue algo fulminante e inesperado. ¡Y cuántas veces he deseado haber tenido el tiempo suficiente para decirle continuamente lo orgulloso que estaba de ella y lo mucho que la amaba! ¿Por qué el ser humano tiene que guardarse sus elogios con los seres que más ama? ¿Para qué tenemos que almacenar esas palabras tan importantes en nuestro interior, hasta el momento en que esa persona abandone este mundo y ya de nada valga decirlas?

¡Qué poder tan grande tienen las palabras! ¡Y como pueden transformarle el día a una persona, ya sea en forma positiva o negativa!

Por eso, aprendamos a darles valor. Dejemos de lado las frases hirientes y vacías, y empecemos a brindar mayores palabras de afecto y estímulo a aquellos seres con los que convivimos día con día, ya sea en nuestro hogar, trabajo, estudio o grupo social. Pero tómese en cuenta que no se trata de elogiar por elogiar. Se trata de brindar un reconocimiento sincero a las personas por aquellas acciones, aparentemente sin relevancia, que son dignas de alabanza y que de alguna manera han tenido un gran peso para nosotros.

Es el momento oportuno para empezar. Y que mejor forma de hacerlo que con nuestra propia familia. Estoy seguro que, como el amigo indigente, desarmarás a más de uno con tus palabras...

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