lunes, 6 de febrero de 2012

LA IRA COMO DEFINIRLA Y ELIMINARLA

Sabe que no es valorada en la sociedad y que la encuentran fea, incluso muy fea. Pero ella se hace pasar a veces por el brillo de la ironía inteligente, por el peso de la autoridad, por la dulzura de la hipocresía, por la rectitud de un hombre severo, por el amor protector de un celoso, por la justicia de un rencoroso o por el humor de un bromista mordaz. Con esos disfraces hasta puede cosechar fugazmente alguna ración de aplauso y admiración.
Mientras pueda camuflarse con tantos disfraces, se asegura vida y sustento. Su acción es tan solapada que puede introducirse en todos los ambientes de nuestra mano sin que nadie se dé cuenta, incluido el mismo que la cobija. Suele mostrar a veces su bífida lengua cuando menos se la espera derribando de un “lengüetazo” a muchos a la vez. Es un arma un poco chapucera, porque cuando dispara carece de sutileza para dar en su diana. A veces se desparrama incontrolada, cargada de misiles Tomahawk para destrozar a una humilde lagartija.
Ha pasado por muchos avatares mientras era analizada por la psicología y la biología. Tuvo épocas de esplendor en las que su expresión sin tapujos fue alentada y elogiada por la psicología. Freud y sus seguidores, por medio de la hipótesis de “catarsis” como método para reducir la agresión, la llegaron a alzar a la categoría de terapia para “vaciar los depósitos emocionales”. La biología la consideró un instinto básico para la adaptación humana. Actualmente la ciencia ha rechazado muchos mitos sobre la naturaleza instintiva de la agresividad en el hombre y se sabe ahora que no es ni ineludible ni necesaria. Además, con frecuencia las personas agresivas utilizan la teoría de que “la frustración conduce a la agresión” para justificar y excusar su ira considerándola algo “saludable”. Las mejores victorias se logran sin la presencia de la ira. La evidencia científica actual sobre la ira indica que esta emoción es básicamente una cuestión de elección. Está determinada por pensamientos y creencias, mucho más que por su bioquímica o herencia genética. Airear la ira raramente lleva a algún alivio real o a alguna catarsis duradera. Más bien conduce a más ira, tensión y excitación.
Del pitufo gruñón al violento maltratador, pasando por el susceptible.
El simpático gruñón es una persona rabiosa, tanto como el quejoso, el resentido, el riguroso, el irónico, el susceptible, el eterno agraviado, el irritado, el agresivo, el rencoroso o el violento. La rabia se revela mediante formas desde las más aceptables hasta las más inconfesables. También hay rabia en el pasivo agresivo, alguien que jamás exterioriza su ira de un modo abierto, pero se muestra intolerante y negativo. Es el que espera lo peor de los demás, como si el otro fuera su enemigo; que siempre hace presunción de culpabilidad. El que alberga rabia suele creerse víctima del mal comportamiento de los demás, de su desidia, mala voluntad, picardía, deshonestidad, vagancia, incompetencia, poca pericia al volante, y muchos más pecados. De ahí que siempre tenga sus armas empuñadas.
La ira ocasional no causa daño duradero al organismo, pero la ira crónica y sostenida mantiene el cuerpo en constante estado de emergencia y preparación para la lucha. Esto afecta funciones corporales regulares como la digestión, la purificación de la sangre de colesterol y la resistencia a las infecciones. Contribuye al desarrollo de enfermedades tales como los trastornos digestivos, hipertensión, enfermedad coronaria, sistema inmunitario debilitado, erupciones, dolores de cabeza y más. No importa si la ira se expresa o se reprime, siempre es dañina para la persona porque se alimenta a sí misma. Prolonga y sobrecarga todos los cambios hormonales asociados. La ira crónica inhibida es nociva porque moviliza respuestas del sistema nervioso simpático sin ofrecer ninguna liberación de la tensión. El efecto es igual que pisar a fondo el acelerador del coche al tiempo que se aprietan los frenos.
La receta de la ira.
Según la psicología cognitiva (“Venza su ira” McKay y Rogers, Robin Book), la ira tiene su origen en el estrés más pensamientos activadores. La buena noticia es que puede desactivarse con un aprendizaje adecuado. Ser plenamente conscientes de lo que se está sintiendo y pensando es la clave para la desactivación de la emoción. Todo nace del estrés y la tensión causados por el dolor, la frustración o la idea de amenaza. Esta vivencia de estrés se intensifica mediante ideas que potencian la ira. Son los pensamientos activadores de culpabilización y “deberías”. Por ejemplo, “los empleados no deberían ir a desayunar si hay gente esperando en la cola”. Otro activador es la culpabilización: “no hacen su trabajo con ilusión” o “son unos incompetentes”. Si el estrés es el combustible que crea niveles altos de excitación fisiológica, las ideas culpabilizadoras y los “deberías” actúan como la chispa que enciende el fuego. El estrés no es una causa suficiente para la ira, hace falta una “adecuada contribución psicológica” para convertir el estrés en una emoción hostil. Hace falta, igualmente, pensar que las otras personas son malas, injustas, incompetentes y merecedoras de castigo.
El estrés en forma de dolor (pérdida, rechazo, desesperación, miedo, frustración, daño, abandono) más los pensamientos activadores (pensar que este dolor es culpa de algún otro) componen la ira.
Asumir la responsabilidad de la propia ira.
Cuando se asume la responsabilidad de las propias emociones, entre ellas, la ira, es mucho más practicable modificar cualquier situación. Todos somos capaces y libres de elegir si vamos a reaccionar de manera airada o con cualquier otra estrategia. Pero para eso es importante reconocer que el responsable de la ira es uno mismo y dejar de culpar a los demás. Estas son las razones por las que es conveniente e importante ser responsable de la propia ira:
·  La ira mantenida está causando daño a nuestra salud.
·  Elegir la ira como reacción deteriora las relaciones. Al principio los amigos o familiares se defienden y finalmente se acaban apartando del personaje hostil.
·  No es una estrategia útil ni eficaz para cambiar la conducta de los demás. A corto plazo puede atemorizar y herir, pero a largo plazo, las personas intimidadas se resisten y se alejan descalificando al “maestro”.
·  La idea de la responsabilidad de la propia ira es importante, ya que sigue siendo frecuente oír a los agresores afirmar que han sido provocados por el agredido. Mientras se piense que la ira es causada por los “provocadores”, no hay posibilidad de superar los comportamientos agresivos.
Suposiciones que alimentan la ira.
Los “deberías”.
El juicio sobre las conductas de los demás se basa en una serie de reglas éticas propias que intentamos trasladar a nuestros semejantes. Solemos pensar que las reglas que hemos incorporado a nuestra vida son aplicables a los que nos rodean. Hacemos presunciones de culpabilidad y nos percibimos como víctimas de la situación. Nuestras presunciones y creencias son, en realidad, las verdaderas causantes de la rabia, no solamente las acciones de otros. Pensamos continuamente en como “deberían” o “no deberían” comportarse. Si ellos se conducen tal como pensamos que debe hacerse, entonces todo va bien, pero si no, nos lanzamos a juzgar que sus actos son incorrectos, poco inteligentes, poco razonables o inmorales. Olvidamos que en la mayoría de los casos, los demás no están de acuerdo con nuestros valores y reglas. Ellos tienen sus propias necesidades y reglas. Es absurdo aplicar nuestros “deberías” al proceder de los demás. Estos “deberías” se asientan en unos principios morales que adoptamos que se confunden con la verdad pero no son verdaderos. Estos principios son llamados falacias, término proveniente de la lógica formal:
Una falacia (sofisma) es un razonamiento aparentemente “lógico” en el que el resultado es independiente de la verdad de las premisas.
Los “deberías” que nos enfurecen se fundamentan en cuatro falacias:
Falacia de tener derecho.
La creencia es la siguiente: como yo quiero muchísimo algo, debo tenerlo. La idea básica es que el grado de la necesidad justifica la exigencia de que alguien la tenga que satisfacer. Se da por sentado que existen ciertas cosas a las que uno tiene derecho. Por ejemplo estar sexualmente satisfecho, o sentirse emocionalmente seguro o disfrutar de un cierto nivel de vida. También a descansar siempre que se está cansado, o a no estar nunca solo, que su abajo sea valorado o que sus necesidades sean conocidas sin que les pregunten.
La falacia de tener derecho confunde deseo con obligación. Atribuirse derecho daña las relaciones y crea resentimiento. Con ella se niega al otro la libertad de elegir si quiere o no negarse a satisfacer la necesidad de la otra persona. Es una postura que niega el derecho del otro a dar prioridad a su propia necesidad y padecimiento.
La falacia de la justicia.
En este caso la idea es que existe un estándar absoluto de comportamiento correcto y justo que las personas deberían conocer y poner en práctica. La convicción de que las relaciones deben ser justas reduce el dar y recibir de la amistad o de la pareja a una serie de registros que se llevan en secreto. Los libros de contabilidad estipulan si estamos en deuda o si nos deben, si recibimos tanto como damos, o si nos adeudan demasiado por todos los sacrificios que hemos hecho. La dificultad es que no se suele estar de acuerdo en lo que se considera justo. La medida de lo que es justo es subjetiva y depende de las expectativas, es decir, de lo que se espera, necesita o desea de la otra persona. La justicia puede ser definida de un modo muy autocomplaciente. Para la psicología cognitiva, una vez se descarta la idea de justicia es posible negociar como iguales cuyos intereses están en conflicto.
La falacia de cambio
La idea en este caso es que nos figuramos que tenemos control sobre la conducta de otros. Si bien es cierto que a veces las persona cambian si se les pide, en este caso la creencia es que podemos hacer cambiar a los otros si aplicamos la presión suficiente.
Existe un hecho muy básico relativo al comportamiento humano: las personas cambian sólo cuando:
·  El cambio les es gratificante y estimulante y
·  Deciden cambiar por sí mismas.
·  La queja constante y las presiones de todo tipo (broncas, chantajes, enfados y morros) inducen una aversión al cambio. Promueven una mayor reticencia a modificar las conductas. Esperar que el otro cambie lleva a la frustración y a la desilusión, es una batalla perdida. A no ser que el otro vea las ventajas de un cambio y alguna gratificación por realizarlo.
La falacia de liberar la ira
La creencia en este caso es que pensamos que los que nos causan dolor deberían ser castigados. Suponemos que expresar la ira es algo positivo porque ayuda a descargar el dolor y nos da la oportunidad de una revancha ante la injusticia.
Esto es creer que no somos responsables de nuestro dolor que el dolor lo causó el otro. Se comportó mal y quiso hacer daño, por eso se merece toda la ira para que aprenda a no hacerme más daño.
No deberíamos olvidar que somos nosotros mismos los verdaderos responsables de nuestros sentimientos. El dolor y el placer son experiencias privadas. Solo nosotros sentimos el dolor y la alegría. Nadie puede considerarse responsable de esta experiencia, solo yo. Si alguien nos está frustrando o causándonos dolor, es nuestra la tarea de negociar nuestras necesidades o bien liberarnos de la relación.
Además es bueno recordar que lanzar la ira puede destruir las relaciones.
Cuando el objeto de nuestra ira es causar al otro el mismo grado de dolor que estamos sintiendo nosotros, este empieza a erigir barreras psicológicas para protegerse de nuestros arrebatos. El tejido de una relación se hace más tupido y cicatrizado, haciéndonos insensibles al dolor y al placer. Por eso la ira mata el amor, endureciendo la piel. Imposible sentir el calor y las caricias. La razón principal por la que la liberación de la ira no es buena es que esta raramente lleva a conseguir lo que deseamos como ser escuchado, valorado, atendido. La ira trae la frialdad, el alejamiento y más ira a cambio.
La respuesta es negociar con eficacia y de un modo constructivo o bien alejarse de una relación destructiva.
Una enfermedad mental poco estudiada caracterizada por episodios de arranques de ira potencialmente violentos como los observados en la furia al volante y el abuso del cónyuge es más común de lo que se pensaba antes. De hecho, la enfermedad, conocida como trastorno explosivo intermitente (TEI), podría afectar hasta al 7.3% de los adultos estadounidenses, es decir hasta a 16 millones de personas, durante sus vidas. Los hallazgos del estudio, patrocinado por el National Institute of Mental Health, se publican en la revista “Archives of General Psychiatry”.
El trastorno explosivo intermitente podría también predisponer a las personas a otras enfermedades mentales, como depresión y ansiedad, y a problemas con el abuso de sustancias. El TEI se caracteriza por ataques explosivos de ira que no se pueden controlar y que son desproporcionados respecto a lo que sucede en sus vidas, lo que conduce a ataques físicos o a romper objetos, explica Ronald Kessler, autor principal del estudio y profesor de políticas de atención de la salud en la Facultad de Medicina de Harvard.
Creencias tóxicas de un airado.
·  Piensa que son los demás los que le hacen enfadar.
·  Cree que alguien está actuando injustamente. Percibe maldad e intencionalidad.
·  Considera que sus conceptos de verdad, justicia y equidad deben ser compartidos por todos. Olvida que los otros tienen su propia visión de la justicia y de la moralidad. No sabe ponerse en lugar del otro.
·  No sabe que los demás no creen merecer sus “lecciones”. Entiende que sus rabietas van a “enseñar” a sus semejantes.
·  No tolera la crítica, ni que estén en desacuerdo con él. Siempre está a la defensiva.
·  Tiene expectativas no realistas sobre los demás. Está inspirado por los “deberías”:
·  Merezco las cosas que deseo (amor, felicidad, éxito profesional).
·  Si me esfuerzo, debería tener éxito.
·  Los demás deberían ser como yo y tener mis ideas sobre lo que está bien.
·  Debería ser capaz de resolver cualquier problema con rapidez y facilidad.
·  Si soy buena persona, la gente debería apreciarme.
·  Si soy amable y atento con alguien, debería tratarme igual.
El monje budista vietnamita Thich Nhat Hanh dedica una parte de sus enseñanzas a la aplicación de la conciencia para la superación de la ira y la violencia. Estas son sus palabras:
“Todo necesita alimento para vivir y crecer, incluidos nuestro amor y nuestro odio. El amor es algo vivo, al igual que el odio. Si no nutrimos nuestro amor, este puede morir. Si cortamos el alimento a nuestra violencia, ella también morirá.”

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