viernes, 13 de abril de 2012

Los ojos del alma

A los ojos se les ha llamado «ventanas del alma», porque son las únicas partes del cuerpo que al observador le parecen psicológicamente transparentes. Así, esperamos que la persona honrada nos mire de frente y con franqueza, y hablamos de ojos inocentes y de miradas nobles o, también, de miradas torvas, ladinas o incluso criminales. Hay quienes gustan de llevar gafas de sol aunque no les hagan ninguna falta y aun les estorben, como cuando van en el metro; es porque se imaginan que, con ellas, pueden ver sin ser vistos. El aspecto de los ojos cambia cuando somos presa de alguna emoción que nos excita; entonces brillan, centellean, lanzan pequeños destellos… y pueden «reflejar» nuestros sentimientos más íntimos. En realidad, lo que sucede es que la pupila se dilata y por eso parece refulgir. También a los gatos se les acusan las emociones en los ojos. Si vuestro minino se topa con un congénere de malas pulgas, o si le ofrecéis un bocado que le guste, veréis cómo se le dilatan las pupilas. Pero si el manjar le es extraño o se lo dais envuelto en un papel, sus ojos no se alterarán, a menos que logre olerlo. En un experimento que se hizo con seres humanos para estudiar esta clase de efectos, se mostró a un hombre y a una mujer la fotografía de un nene. El tamaño de las pupilas de la mujer aumentó en casi una quinta parte, mientras que los ojos del hombre siguieron tal como estaban. Si a las mujeres se les muestra la fotografía de una madre con su nene en brazos, puede observarse cómo se les agrandan las pupilas en cerca de una cuarta parte, y aun las del hombre se agrandan también un poco al ver la misma fotografía.
Si se quiere penetrar «hasta el alma» de una persona no se la mira a la boca ni a la nariz, sino a los ojos y con la mayor concentración posible. Y cuando las miradas se encuentran, el resultado puede ser ya al primer vistazo amor (u odio). Pero la de la mirada mutua quizá sea una peligrosa indulgencia. Porque a nadie le podemos mirar a los ojos sin permitirle que, al mismo tiempo, nos mire él a nosotros. De suerte que el «coger» por los ojos ha de ser a la vez un «dar». El jovencito que mira extasiado a la beldad que se sienta frente por frente a él en un compartimiento del tren se expone a traicionar sus sentimientos como la joven decida mirarle también con insistencia.
La costumbre decreta que no es correcto mirar fijamente a los demás, y si se nos sorprende haciéndolo cambiamos al instante la dirección de la mirada y procuramos dar a entender de algún modo que era otra la meta de nuestros ojos, para ocultar así nuestro embarazo. Es éste uno de los efectos de desplazamiento. A un hombre no debe sorprendérsele mirando muy seguido con fijeza a una mujer, como ella no le provoque coquetamente a hacerlo; y una dama tiene todavía menos libertad en este campo: si deja que sus ojos se encuentren por algunos momentos con los del varón, éste se sentirá autorizado a interpretarle las inclinaciones. Nuestros ojos son nuestra más íntima posesión y a nadie le consentimos asomarse por ellos sin permiso a las honduras de nuestros afectos.
Sería ingenuo suponer que la forma que tenemos de emplear nuestros ojos en las situaciones sociales es algo que está genéticamente determinado. Una explicación más aceptable es la que pone el origen de nuestras maneras de mirar en la costumbre y en los convencionalismos.
La función social de los ojos es estorbada en aquellos individuos que padecen graves afecciones de la vista. Muchos invidentes son propensos a evitar las aserciones, como si hubieran abdicado su derecho a autoafirmarse a cambio de que las demás personas, más afortunadas, les acepten y traten. La ceguera parcial es, a menudo, más dura de soportar que la total, porque mientras al paciente le queda alguna vista conserva la esperanza de ir mejorando, hasta el extremo de que se niega a admitir que su mal tenga causas importantes y las juzga todas de muy poca monta; tales esperanzas y convicciones le impiden adaptarse a su nueva situación y hacen que vaya difiriendo siempre el aprender a suplir con el uso de otros sentidos el de la vista que ya no le sirve. Los niños semi-invidentes tienden a usar sus ojos a la vez que los dedos cuando estudian el sistema Braille, y esto retrasa su adquisición de los hábitos y habilidades que les son tan necesarios.

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